Introducción
La epilepsia es un desorden crítico relativamente común que afecta a alrededor de 60 millones de personas en todo el mundo, siendo uno de los desórdenes patológicos con más alto índice de prevalencia. A pesar de los recientes avances en el desarrollo de los fármacos antiepilépticos (FAE), la epilepsia refractaria continúa siendo el mayor problema clínico, con una afectación de más del 35% de los pacientes con epilepsias parciales, lo que urge a la comunidad internacional a investigar nuevas estrategias terapéuticas1,2. En un trabajo, ya clásico, de Kwan y Brodie3 que estudiaba 525 pacientes, con 13 años de seguimiento, en pacientes con nuevo diagnóstico de epilepsia y considerando libres de crisis a aquéllos en los que se conseguía un control completo de sus crisis durante al menos un año, pudo observarse que el 63% estaban libres de crisis durante el tratamiento o tras la suspensión del mismo; que el porcentaje de pacientes libres de crisis era similar entre aquéllos tratados con monoterapia y antiguos FAE (67%) que los tratados con monoterapia y nuevos FAE (69%); que hasta un 36% continuaban con manifestaciones críticas a pesar de cualquier tipo de tratamiento y que la prevalencia de crisis persistentes es mucho más alta en las epilepsias sintomáticas o criptogénicas que en la epilepsia idiopática y en pacientes que habían tenido más de 20 crisis antes de iniciar el tratamiento. Es decir, y esto es lo que más nos interesa en estos momentos, las epilepsias refractarias, rebeldes a la medicación antiepiléptica, suponían un 36% de la serie.
Los FAE convencionales se han focalizado de forma clásica en combatir las crisis epilépticas en las terminaciones postsinápticas, actuando especialmente sobre los canales iónicos involucrados en la neurotransmisión y en la modulación de los sistemas neurotransmisores. No obstante, a pesar de realizar un tratamiento óptimo con las drogas antiepilépticas actualmente disponibles, el desarrollo de la tolerancia y los marcados efectos colaterales continúan siendo problemas importantes, persistiendo las manifestaciones críticas especialmente en los pacientes afectos de crisis parciales complejas, que superan el 35% de refractariedad. Para estos casos, que serían los intratables, la resección quirúrgica nos va a ofrecer una última oportunidad terapéutica, pero únicamente si se identifica un foco discreto causante de las crisis y si la intervención quirúrgica no va a interferir con funciones cerebrales esenciales. Pero, además del control de las manifestaciones críticas, la prevención de la epileptogénesis continúa siendo uno de los grandes objetivos terapéuticos, como ocurre en la epilepsia postraumática tardía, una condición que, especialmente entre la población pediátrica afecta de un trauma cerebral, es muy prevalente.
De forma reciente, los nuevos conocimientos de los mecanismos endógenos cerebrales en el control y la modulación de la excitabilidad neuronal y de la epileptogénesis han abierto nuevas posibilidades al desarrollo, no sólo de nuevos fármacos anticonvulsivantes, sino también a nuevas terapias antiepileptogénicas. Por este motivo, aparte de los efectos anticonvulsivantes bien conocidos del GABA, neuromoduladores como la adenosina, la galanina o el neuropéptido Y es posible que muestren una potente acción anticonvulsiva con efectos antiepileptogénicos. Pero, por supuesto, también estos productos tienen sus inconvenientes y sus limitaciones, como por ejemplo el limitado poder de penetración en la barrera hematoencefálica y/o la extensa distribución sistémica de sus respectivos receptores. Afortunadamente, en la actualidad va a ser posible centrarse en nuevas estrategias que obvian estos problemas con terapias génicas y celulares para hacer un uso terapéutico de los principios anticonvulsivantes endógenos.
En la actualidad, existen diversos estudios poblacionales de pacientes con epilepsia en tratamiento específico, y otros con historia natural de la enfermedad en pacientes que no han recibido tratamiento antiepiléptico, que sugieren que a nivel comunitario se pueden distinguir tres grupos de epilépticos4: el constituido por pacientes que presentan remisión de su epilepsia sin tratamiento (lo que sucede hasta en un 30% en países no desarrollados); el de aquéllos que presentan remisión con tratamiento; y un tercer grupo con pacientes que tienen crisis persistentes a pesar del tratamiento y que supone alrededor de un 30% del total de pacientes5. Este último grupo sería el denominado como “epilepsia intratable”, “farmacorresistente”, “refractaria o de difícil control”. Se calcula que en España existen unos 240.000 pacientes con epilepsia, de los cuales 80.000 sufrirían de epilepsia farmacorresistente6.
Los errores diagnósticos en epilepsia refractaria
Uno de los principales problemas que clásicamente se muestran en el diagnóstico de una epilepsia refractaria es la presencia de manifestaciones críticas no epilépticas y una clasificación errónea del tipo de crisis y síndrome epiléptico. Un claro ejemplo lo tenemos en los trabajos de Scheepers et al.7, que dirige el David Lewis Centre for Epilepsy de Cheshire (Reino Unido), un centro exclusivo de tratamiento de la epilepsia que recibe pacientes para tratamiento y habitualmente con el diagnóstico ya realizado. De los 241 pacientes remitidos al centro con una edad superior a cinco años durante el último periodo, y que fueron estudiados por los autores, hasta un 23% tenían un diagnóstico erróneo de epilepsia. El 9,3% de los casos sufrían de una patología cardiovascular, el 4,7% eran trastornos psicopatológicos, el 3,3% no eran crisis epilépticas sino crisis únicas, y el restante 5,9% pertenecían a un grupo diverso de patología no epiléptica.
Con frecuencia, la adherencia al tratamiento no es la correcta, lo que provoca una repetición de las crisis epilépticas, y lo que en teoría sería una epilepsia fácilmente controlable se convierte en una aparente epilepsia refractaria. De igual forma ocurre cuando el seguimiento de la epilepsia no es el adecuado y la infradosificación del fármaco epiléptico o la elección del mismo en determinados cuadros clínicos no es el que debiera ser, con lo que no conseguiríamos el control de las manifestaciones críticas en una epilepsia que de otra forma podría ser controlable. Por último, es muy importante que el paciente epiléptico lleve un estilo de vida acorde con sus posibilidades y con sus limitaciones. Esta circunstancia, desgraciadamente, es frecuente en la adolescencia, en la que factores desencadenantes de las crisis tan importantes como el alcohol, las luces intermitentes, el ruido exagerado, el estrés, el sueño y la falta de sueño se encuentran a la orden del día. En todas estas circunstancias, y si no se previenen, la persistencia de crisis epilépticas no puede ser considerada farmacorresistencia, sino más bien como un fallo terapéutico.
Uno de los errores diagnósticos más frecuentes asociados a la refractariedad es la presencia de trastornos paroxísticos no epilépticos. Además, en muchas ocasiones se produce la coexistencia de verdaderas crisis epilépticas con estos trastornos que no lo son, ya que los pacientes epilépticos sufren con frecuencia cuadros de ansiedad, estrés, depresión, historia de abuso físico, abuso sexual y relaciones disfuncionales, que pueden estar presentes en la mayoría de los pacientes con crisis psicógenas. En muchas ocasiones estas crisis no epilépticas de origen psicógeno pueden desarrollarse como sustitutas de las verdaderas crisis, una vez que la epilepsia ha sido controlada8. Para llevar a cabo el diagnóstico diferencial es imprescindible la realización de un vídeo-EEG, que debe realizarse en todos los pacientes en los que falla el tratamiento médico, antes de contemplar la posibilidad de una cirugía de epilepsia9. La psicoterapia en estas crisis es el tratamiento de elección.
-Por último, es necesario conocer con precisión la semiología clínica de los cuadros sincopales, que igualmente pueden ser una causa de manifestaciones convulsivas, pudiendo por ello confundirse con crisis de origen epiléptico. Así pues, la refractariedad debería ser considerada únicamente en pacientes con un diagnóstico seguro de epilepsia, cuyo control terapéutico ha fallado con tratamientos adecuados y con fármacos en dosis apropiadas, y cumplen fielmente el tratamiento.
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